sábado, 26 de noviembre de 2011

Estar con Jesús, esto sólo basta



Lo que me cuenta es estar con El: esto sólo basta. Especialmente en la meditación, creo que el mayor esfuerzo no debe ser el de combinar bien los pensamientos, sino el de fijar la mirada en Jesús. Una vez una novicia hacia esta reflexión: ¿Por qué no dejar la meditación para otro rato a fin de que podamos dedicar toda la hora de la oración a estar con Jesús?... Creo que tenía razón.

La cosa verdaderamente importante es darnos cuente de que Jesús está allí. Ciertamente está allí, a nuestro lado, como Dios que ocupa todo lugar; en su Humanidad está también allí, a poca distancia, en el Santísimo Sacramento. Y nosotros tenemos la suerte de estar con El sin que otra ocupación nos estorbe. Salga de El la iniciativa de hablar o de callar. (…)

¿Sabe por qué Jesús y María aman tanto a V. C., como también a mí? Porque tienen tesoros infinitos de  misericordia y buscan almas necesitadas de ella, donde poder ejercerla. Esto debe animarnos, porque el hecho de ser nosotros tan miserables (si somos humildes) no cerrará nunca la fuente de la misericordia sino que la hará manar más abundantemente.

¡Un año en el Carmelo! Piense si puede contar las gracias recibidas, y si estas gracias son menores por el hecho de que el Señor se ha complacido en llevarla ordinariamente por el camino de la aridez. El mismo día de la Purificación de María cumplí treinta y ocho años de Profesión Solemne; he cumplido ya cuarenta y ocho años de vida en el Carmelo. Ayúdeme, por favor, a pedir perdón por tantas infidelidades, y a dar gracias por tanta misericordia.

Bartolomé Xiberta, O. Carm., “Cartas desde el Carmelo”, p. 436-438

sábado, 19 de noviembre de 2011

La Eucaristía, unión real con Jesús


El gran problema de la vida sobrenatural se cifra en asegurar nuestra unión real con Jesús. El Señor no quiso que esta unión se realizase sólo de un modo ideal, a base de pensar en su vida, pasión y muerte, o mediante la contemplación de su misión salvífica y santificadora, sino que ha querido que se realizase también real y sustancialmente. Y a este fin fue instituido el Santísimo Sacramento.

En la Eucaristía, el mismo Jesucristo que ahora está en el cielo, con la realidad substancial de su Cuerpo y Sangre, se pone en contacto con nosotros. Un contacto no sólo de verdadera presencia, como cuando lo adoramos en el  Tabernáculo, sino también haciéndose nuestro alimento.

Mediante el Santísimo Sacramento nosotros somos real y substancialmente una misma cosa con Jesús. Nos es una simple metáfora que Cristo sea la vid y nosotros los sarmientos, El la cabeza y nosotros los miembros. Nos convertimos en una derivación y prolongación de Jesús en la medida en que somos fieles a la gracia.

Ni siquiera durante toda la eternidad seremos capaces de comprender adecuadamente las maravillas de la Eucaristía. Recuerde aquella sentencia de san Agustín: El Alimento Eucarístico no se convierte en nuestra sustancia, sino, al revés, nos convierte a nosotros en Cristo. Creo que, ampliando este pensamiento, podemos decir con justeza que no solamente Jesús desciende a nosotros por la Eucaristía, sino que también nos hace subir hasta El. He aquí, a mi entender, un buen tema de meditación: la Sagrada Comunión nos transporta a Jesús que está sentado a la derecha del Padre.

Jesucristo habita con nosotros en la tierra bajo las especies sacramentales. Esto es cierto. Pero también es verdad que uniéndonos a Jesús, ya no vivimos sobre la tierra, sino más bien en el cielo.

El Santísimo Sacramento tiene además otra función, la de imponernos una forma de vida. A veces surge la dificultad de que durante la Santa Misa y en el acto de la Comunión tenemos menos recogimiento que en la meditación. De ahí una cierta reserva respecto las ceremonias y solemnidad externa, instituidas por la Iglesia, a fin de realizar con mayor eficacia la Sagrada Eucaristía.

Sin embargo, la Santa Misa y la Comunión hacen que la vida espiritual sea una derivación de la vida de Jesús. La Comunión no se se mide por la intensidad de afectos y pensamientos que provoca en el momento de recibirla. Como el acto de la Profesión no se mide por el fervor del momento sino por cuanto impone la norma para toda la vida religiosa. Así también la Misa y la Comunión.

Se pude decir que nuestra vocación a la santidad consiste en realizar lo que la Santa Misa y la Comunión suponen.

Bartolomé Xiberta, O. Carm., “Cartas desde el Carmelo”, p. 73-75

sábado, 12 de noviembre de 2011

La unión con Jesús, fundamento de la vida sobrenatural


La vida sobrenatural del alma de todo cristiano, con tal que no tenga la desgracia de estar en pecado, es infinitamente sublime, ya que es una vida verdaderamente divina al ser Dios su alma y su principio.

Las Tres divinas Personas habitan en el alma cristiana, y, siendo el Espíritu Santo el principio informante de toda actividad, transforma el hombre en verdadera imagen de Dios. Así el alma en estado de gracia está divinizada, al igual que un carbón encendido se transforma en fuego. Ahora bien, la deificación de por sí es enormemente desproporcionada a la naturaleza humana. Ser imagen del Padre e heredero de los tesoros infinitos de la Divinidad, poseer como propio el Espíritu Santo, todo eso pertenece por naturaleza al Hijo, a Cristo Jesús.

Sin embargo, estos dones nos han sido comunicados por la vida de la gracia en tanto en cuanto el Hijo por su Encarnación, Pasión y Resurrección nos ha hecho hermanos suyos y como tales hijos adoptivos de Dios, y, por lo mismo, coherederos de las infinitas riquezas de la Divinidad que pertenecen a nuestro Hermano Primogénito, Jesucristo.

Toda la vida sobrenatural, comenzando por las gracias del Bautismo, continuando por las gracias que el Señor a veces nos concede en la oración y terminando con la gloria eterna, toda esta vida sobrenatural, digo, está condicionada al hecho de que nosotros permanezcamos unidos a Jesús para que de este modo nos pueda transferir su vida personal. Recuerde la alegoría de la vid y de los sarmientos y los miembros usada por San Pablo (Ef. 4,15).

 Bartolomé Xiberta, O. Carm., “Cartas desde el Carmelo”, p. 72-73

viernes, 4 de noviembre de 2011

La presencia de Dios en la oración


Cuando sentimos la presencia de Dios en en la oración, sólo experimentamos levemente lo que se realiza con toda verdad en la esencia del alma y que constituye el estado de gracia.

Es verdad lo que V. R. dice, que todo cuanto escribe el Venerable Domingo de S. Alberto sobre el Amor de Dios, todo es poco. Pues yo digo lo mismo de la unión de Dios con el alma. Somos incapaces en la presente vida, aun contando con gracias extraordinarias, para comprender toda esta grandeza. En otras ocasiones he insistido en que por la vida de la gracia se da una verdadera deificación.

La deificación suprema es la de la unión personal del Verbo con la naturaleza humana en Cristo Jesús. Luego está la unión de la Divinidad con María, nuestra dulcísima Madre, para producir conjuntamente al Verbo de Dios, hecho Hombre. Hay también la unión de los bienaventurados con Dios, que nosotros podemos comprender de algún modo por la unión que existe entre nuestras ideas y el entendimiento. Existe, finalmente, la unión por la gracia, cuya excelencia descubrimos ya desde ahora por sus consecuencias, es decir, en cuanto nos capacita para realizar obras divinas y naturalmente desemboca en la unión beatífica.

Los Santos Padres de la Iglesia jamás han dudado en llamar deificación al estado de gracia y menos todavía el mismo S. Pedro. Este describe categóricamente que hemos sido hechos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4). Y eso, ¿por qué? No ciertamente por nuestros méritos, porque Dios no escucha otra voz que la de su Bondad infinita, para la cual ningún don creado es suficientemente grande.

Todo nuestro esfuerzo en la oración debe orientarse a darnos cuenta, a gustar y a experimentar estos misterios que constituyen la vida de la gracia, tal como nosotros lo creemos por la fe. Todo lo demás que pueda sobrevenir en la oración hay que abandonarlo, porque carece de importancia. Pues se trata de concomitancias que ordinariamente sólo reflecten el contenido de nuestro espíritu.

Ni siquiera es necesario fijarse en el modo como experimentamos las operaciones divinas. Pues estos modos no son otra cosa que medios proporcionados a nuestro estado de ánimo, pero no expresan la naturaleza misma de las operaciones de la gracia. Estas sólo las conocemos por pura fe.

Bartolomé Xiberta, O. Carm., in “Cartas desde el Carmelo”, p. 124-125