viernes, 6 de enero de 2012

La Epifanía del Señor



Epifanía, es decir, manifestación. Manifestación de Dios hecho hombre.

Celebración del misterio que San Juan anunció con aquellas solemnes palabras: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como la del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jo. 1, 14).

En la fiesta de la Epifanía conmemoramos el mismo misterio que en la fiesta de Navidad, pero bajo un aspecto más elevado y más teológico.

Navidad ha tomado como tema predominante la narración de San Lucas, es decir, el nacimiento de Jesús en la Cueva de Belén con aquel conjunto de circunstancias exteriores, que tanto nos conmueven y aleccionan. Epifanía tiene como tema el misterio mismo de la Encarnación.

Los occidentales, poco propensos a la contemplación, hemos dado la preferencia a la Navidad, porque nos presenta objetos concretos y sensibles. Aún la fiesta de la Epifanía la hemos transformado en la conmemoración de los primeros episodios en que Jesús se dio a conocer como Dios: la adoración de los Magos, la manifestación de la sabiduría divina en el Templo, cuando Jesús contaba doce años, el bautismo y la conversión del agua en vino en las bodas de Caná.

Sin embargo, los textos litúrgicos de las más venerables e inmutables partes de la Misa del día impiden que se eche en olvido el significado básico de esta fiesta. El prefacio, por ejemplo, glorifica al Padre celestial “Porque su Unigénito, al aparecer en la sustancia de nuestra mortalidad, nos reparó con la misma luz de su inmortalidad”. Y en el Canon, cuando se prepara la Consagración, el sacerdote se dirige al Eterno Padre celebrando el día sacrosanto en que su Hijo Unigénito, coeterno con El en su gloria, apareció visiblemente en la verdade de nuestra carne.

La Encarnación es ambas cosas: anonadamiento y glorificación del Verbo. Es anonadamiento porque el Hijo, igual al Padre, aparece en la forma de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz.

Pero también es glorificación, porque, a pesar de todo, a través de la humanidad anonadada se vislumbra cual potente foco la virtud divina. Se vislumbra también en la santidad inmaculada, en la sabiduría sin limites, en el omnímodo poder taumatúrgico. Todo esto eran fulgores de luz divina que irradiaban en la Carne de Cristo, que se había hecho igual a nosotros en todo, menos en el pecado.

Litúrgicamente, la fiesta de la Epifanía es solemnísima, en cierto sentido superior a Navidad. Esto nos indica cuán importante sea profundizar en estos sublimes misterios, quinta esencia de nuestra sagrada vocación. De hecho, para recristianizar el mundo no nos faltan obras, nos falta más contemplación.

Bartolomé Xiberta, O. Carm., “Charlas a las Contemplativas”, p. 108-109

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