El Carmelo es una montaña en que las faldas son más bien feas y, si uno se detiene en ellas, con facilidad pierde el aliento y no encuentra gusto en nada. Pero en la cima ¡oh, qué hermoso es todo! Si alguien se quisiera quedar en la falda moriría de asco, pero, si se decide a subir a la cima, desde que comienza el ascenso experimentará lo que es gozar.
En la cima realmente hallaremos a Nuestra Santísima Madre, y donde Ella se encuentra todo es belleza y alegría. Relean en el Oficio de Nuestra Santísima Madre el Himno de Laudes: hacia las altísimas cumbres del Carmelo dirijamos nuestros pasos, nos llama la Virgen Madre, para enriquecernos de gracias. Allí nos es dado ver la faz y la gloria de Dios…
La veremos, naturalmente, tal como es posible en este mundo, por la oración y la contemplación. Y por lo tanto lo más que nos debe preocupar es aprender a orar: acostumbrarnos a pasar el tiempo en intimidad con Jesús y María; mirar y conversar de tú a tú con el Señor.
Esto se aprende con relativa facilidad mientras no se tengan otras preocupaciones. Si uno se preocupa de las criaturas, sobre todo de sí mismo, de si estoy así o asá, si me hacen esto o aquello, entonces no acabará nunca de vivir en intimidad con Jesús y María.
Sólo les advertiré que no pretendan llegar a la cumbre en seguida. El himno nos dice: Dirijamos nuestros pasos (“gressus feramus”) hacia la cumbre. Mientras vayamos caminando, Nuestra Santísima Madre ya está contenta y nos ama.
Bartolomé Xiberta, O. Carm., in “Fragmentos Doctrinales”, p. 157-158
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