La voluntad de adoración es fruto normalmente de un profundo conocimiento de la infinita grandeza de Dios y de nuestra absoluta dependencia de El.
Sin embargo, la grandeza de Dios, que comprende por una parte su condición de Creador y por otra la trascendencia de sus perfecciones, no la captamos directamente en Dios mismo; la captamos sí a través de sus obras, es decir, en las criaturas que nos envuelven.
Estas criaturas nos envuelven por doquier con la misión precisa de manifestar las excelencias de su Autor. Por esto la Sagrada Escritura no nos exhorta a cerrar los ojos, ni aislarnos del universo, sino a contemplar las bellezas de la creación y así servirnos de ellas como plataforma para subir hasta Dios. (…)
Hay todavía algo que incrementa inmensamente la virtud de las obras divinas que mueven a la adoración, y es que estas obras no sólo son huellas de las divinas perfecciones, sino y sobre todo dones de la divina Bondad en favor nuestro.
En efecto, las maravillas del universo están destinadas a nuestro servicio. Cuando las contemplamos nos damos cuenta de cuanto Dios nos ama, y sentirse amado es el mayor incentivo a la correspondencia. (…)
En este orden de cosas aparece claro porque la devoción a María es una ayuda a la adoración de Dios. María es la criatura en la que cual mejor resplandece la grandeza de Dios. Es también el máximo don de la divina Bondad.
Por otra parte, Ella no significa peligro alguno que pueda alejarnos de Dios, pues a El está unida indisolublemente. María ocupa, por lo tanto el primer lugar entre los medios que el Señor nos ha deparado para afianzar aquellos sentimientos internos propios de la adoración.
Sin duda, María es la criatura en quien mayormente resplandece la grandeza de Dios. Nadie osará negar que Ella es la más excelsa de todas las criaturas, después que el ángel Gabriel la saludó como “la Bendita entre todas las mujeres” (Lc. 1,28).
La divina magnificencia más resplandece en la pureza inmaculada de María que en la luminosidad solar. No son las bellezas materiales sino las espirituales las verdaderas imágenes de las perfecciones del Espíritu purísimo.
Así lo comprendió Santa María Magdalena de Pazzis cuando dijo que María no es suficientemente alabada al compararse con las mayores excelencias creadas – como se hace en el Cantar de los Cantares – sino que convendría tomar las divinas perfecciones como punto de comparación (Los cuarentas días, el día 15 de Agosto).
De semejante manera, María es el don más precioso de la divina Bondad. ¿Hay entre las criaturas don mayor que el del amor de madre? Pues bien, al darnos a María, Dios ha hecho que el amor de la Madre de Dios fuese también el amor de nuestra Madre.
María no constituye ningún peligro que pueda alejarnos de Dios. Por lo mismo se ofrece a nuestra devoción precisamente en calidad de Madre de Dios. Nada hay en Ella que nos mantenga a distancia de Dios. Permaneciendo Ella encerrada en Dios, cuando alcanzamos a María alcanzamos también plenamente a Dios.
A todo esto hay que añadir que Ella nos da el más dechado ejemplo de adoración. Por su dignidad de Madre está totalmente unida a Dios. Y ciertamente como digna Madre de Dios en virtud de sus disposiciones subjetivas. Su vida, no menos que su personalidad, fue totalmente consagrada a Dios, como una reversión total a Dios. Con el ejemplo de la Virgen no podemos menos que aprender la verdadera adoración.
Así queda verdaderamente asentada la verdad inicial: la fervorosa devoción a María, lejos de ser un obstáculo para llegar a Dios, es una formidable ayuda, de tal manera que por Ella nuestra dirección hacia Dios consigue el carácter de verdadera adoración.
No debemos ir a Dios por el camino del aflojamiento de la devoción mariana, sino cultivándola con el máximo de intensidad. Lo que debe procurarse en nuestra devoción a la Virgen es verla siempre unida a Dios, según compete a su dignidad. (…)
Se confirma, pues, que en el culto a María lo que importa no es atenuar su intensidad, sino estar atentos en considerar siempre a María en su estrecha unión con Dios. (…)
Nada debemos temer al dirigir a María aquella plenitud de afectos que hemos aprendido en nuestra Orden Carmelita. Estamos convencidos de que el día de máximo fervor mariano será también el día de la total inmersión en Dios, conforme al espíritu carmelitano. Sólo conviene acostumbrarse a mirar siempre a María en su incomparable unión con su Hijo, el Hijo de Dios.
Bartolomé Xiberta, O. Carm., “Charlas a las Contemplativas”, p. 19-23